Pensamos que habíamos nacido en el país más feliz de la tierra hasta que nos dimos cuenta de que algo anormal sucedía. Escuchábamos en la radio y la televisión nacional hablar de logros que nunca veíamos materializarse, de grandes cosechas que nunca llegaban a nuestros mercados. Los dirigentes locales hacían eco de estos anuncios y, cuando alguien del pueblo se atrevía a cuestionarlos, eran señalados como desafectos. A la luz del día los miembros del partido comunista se vanagloriaban defendiendo la justicia pero, tan pronto dábamos la espalda, desviaban a sus casas los recursos destinados al pueblo. Nos pedían resistir, mientras ellos disfrutaban de sus privilegios. Constantemente nos hablaban de un enemigo dispuesto a aplastarnos, mientras notábamos que poco a poco, amigos y vecinos desaparecían de forma misteriosa para luego reaparecer en la tierra de ese enemigo que tanto nos pedían aborrecer. Muchos de ellos fueron denigrados en público. Se nos prohibió mencionar sus nombres o contactarlos a través de cualquier medio. Ellos se fueron y continuó la vida, porque la vida no se detiene ni por nada ni por nadie. Crecieron los problemas internos, aumentó la escasez. Y en medio de una crisis económica sin precedentes, el país no solamente permitió el regreso de aquellos que una vez repudió públicamente, sino también en aceptar el dinero odiado. Con ellos entró una información hasta entonces desconocida y lo podíamos constatar en los videos que enviaban a sus familias, en el olor de cada objeto que recibían estos en un paquete enviado desde el extranjero. Entonces llegó la gran revelación. Atroz, dura de aceptar, horrible reconocerla, pero a fin de cuentas era la verdad: de que no vivíamos en el país más feliz de la tierra, sino en uno de los más terribles infiernos que puedan existir. Nos fue prohibido entrar a nuestras mejores playas, vetados a hospedarnos en un hotel, desvalorizados ante un extranjero, obligados a comprar con la moneda de ese enemigo al que tanto nos pidieron temer. Peloteo en todas partes, burocracia para solucionar el problema más sencillo, basura acumulada sin razón que terminaría envenenado todas las fuentes de agua potable, múltiples enfermedades que se llevaron vidas que podían salvarse, construcciones de hoteles mientras caía un techo encima de alguien. Nuestro patrimonio deshecho, los centrales de azúcar destruidos, el sistema de salud colapsado, impunidad desde el poder. Miles de cubanos vendiendo sus casas, miles de cubanos tirándose al mar para morir, miles de cubanos atravesando selvas que se los han tragado… y todavía la televisión nacional insiste de que vamos bien.
Cuba, el país más feliz de la tierra
Pensamos que habíamos nacido en el país más feliz de la tierra hasta que nos dimos cuenta de que algo anormal sucedía. Escuchábamos en la radio y la televisión nacional hablar de logros que nunca veíamos materializarse, de grandes cosechas que nunca llegaban a nuestros mercados. Los dirigentes locales hacían eco de estos anuncios y, cuando alguien del pueblo se atrevía a cuestionarlos, eran señalados como desafectos. A la luz del día los miembros del partido comunista se vanagloriaban defendiendo la justicia pero, tan pronto dábamos la espalda, desviaban a sus casas los recursos destinados al pueblo. Nos pedían resistir, mientras ellos disfrutaban de sus privilegios. Constantemente nos hablaban de un enemigo dispuesto a aplastarnos, mientras notábamos que poco a poco, amigos y vecinos desaparecían de forma misteriosa para luego reaparecer en la tierra de ese enemigo que tanto nos pedían aborrecer. Muchos de ellos fueron denigrados en público. Se nos prohibió mencionar sus nombres o contactarlos a través de cualquier medio. Ellos se fueron y continuó la vida, porque la vida no se detiene ni por nada ni por nadie. Crecieron los problemas internos, aumentó la escasez. Y en medio de una crisis económica sin precedentes, el país no solamente permitió el regreso de aquellos que una vez repudió públicamente, sino también en aceptar el dinero odiado. Con ellos entró una información hasta entonces desconocida y lo podíamos constatar en los videos que enviaban a sus familias, en el olor de cada objeto que recibían estos en un paquete enviado desde el extranjero. Entonces llegó la gran revelación. Atroz, dura de aceptar, horrible reconocerla, pero a fin de cuentas era la verdad: de que no vivíamos en el país más feliz de la tierra, sino en uno de los más terribles infiernos que puedan existir. Nos fue prohibido entrar a nuestras mejores playas, vetados a hospedarnos en un hotel, desvalorizados ante un extranjero, obligados a comprar con la moneda de ese enemigo al que tanto nos pidieron temer. Peloteo en todas partes, burocracia para solucionar el problema más sencillo, basura acumulada sin razón que terminaría envenenado todas las fuentes de agua potable, múltiples enfermedades que se llevaron vidas que podían salvarse, construcciones de hoteles mientras caía un techo encima de alguien. Nuestro patrimonio deshecho, los centrales de azúcar destruidos, el sistema de salud colapsado, impunidad desde el poder. Miles de cubanos vendiendo sus casas, miles de cubanos tirándose al mar para morir, miles de cubanos atravesando selvas que se los han tragado… y todavía la televisión nacional insiste de que vamos bien.
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